Etimología de las pasiones (*)
Por
Ivonne Bordelois
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ENTRADA EN
LA MATERIA
EL
LENGUAJE: ¿UN NUEVO ORÁCULO?
La única libertad posible se realiza a
través del
conocimiento de las propias pasiones.
SPINOZA
Cáncer de la razón para Kant y
enfermedades del alma para Platón: ésas son las pasiones en la filosofía
occidental. Pero «nada importante se
realiza en la historia sin pasión», dice Hegel, y Balzac coincide: «La pasión
es universal. Sin ella, la religión, la historia, el arte, la novela no
existirían». En nuestra vida personal, los grandes virajes y los
acontecimientos más decisivos también están signados por esa fuerza de
intensidad abrumadora que puede conducirnos tanto a la felicidad como a la
ruina. Y así el mito, la religión, la ciencia, la historia, el psicoanálisis
son a menudo interpelados como referentes fundamentales para nuestro saber
acerca del origen y la naturaleza de las pasiones.
En este texto hemos tratado de
enfrentarnos con un interlocutor que acaso pueda dar una de las respuestas más
profundas e inesperadas a esa pregunta inagotable acerca de la pasión: el
lenguaje. En el alba del acontecer humano, a partir de su encuentro con el
fuego, el hombre va profiriendo los vocablos que se refieren a su sentir
primordial, grabando las poderosas huellas de un conocimiento asombrado y
asombroso acerca de su propia experiencia. Desde la inmediatez de su propio
cuerpo va erigiendo el mundo todavía indiferenciado de los sentidos,
sentimientos, pasiones y pensamientos, entrelazados a través de vías
misteriosas, que se relacionan entre sí.
Esta poderosa relación sigue
reverberando a través de palabras que
repican en lenguas lejanamente emparentadas como campanas de catedrales sumergidas, llamándose unas a
otras. Quien dice kupet en letón
refiriéndose al humo o el vapor está aludiendo lejanamente, sin saberlo, al
hervor de la concupiscencia y la codicia, descendientes pasionales de la
misma raíz indoeuropea, *kwep, de la que también se desprende Cupido, el niño-amor –tan peligroso como
inocente–.
Con el correr del tiempo se
desgajan y distinguen las nociones, se analizan en fragmentos los movimientos
interiores que antes eran un solo impulso: pasan a ser metáforas en la
conciencia del hombre moderno aquellas que eran realidades manifiestas para el
hombre anterior. La misma palabra palabra significa originariamente parábola, recorrido de un objeto que se arroja desde el sí mismo hacia un punto en el espacio –es decir,
el trayecto mental que va desde una cierta vivencia hacia su imagen verbal–.
Cuando decimos amor no sospechamos la
referencia básica al amamantamiento que encierra la palabra en sus orígenes;
cuando decimos envidia soslayamos la referencia al ojo
maligno que tiene el término en sus
comienzos ancestrales. Quienes remontamos el curso de la palabra en la historia
asistimos a una suerte de teatro de sombras que de pronto se animan y
transmiten oráculos olvidados pero extraordinariamente vivientes. Están
cargados de reminiscencias pero también de advertencias y adivinaciones; son
pasados y futuros al mismo tiempo, como lo es el lenguaje desde su eterno
presente.
Escribir este libro que nos ha
sido, de algún modo, dictado desde nuestra escucha al lenguaje mismo ha
constituido para nosotros una fuente de deslumbramiento y de permanente
asombro. Asombro ante una enseñanza
milenaria y desatendida, fresca y misteriosa, accesible y remota al
mismo tiempo. Los etimólogos están demasiado enfrascados en sus búsquedas formales para percibir la
enormidad del material que manejan; los filósofos y los psicólogos, demasiado
inmersos en sus propias teorías para escuchar al habla que habla, según
Heidegger. No sólo habla: relata, adivina y predice –si se sabe escucharla–.
Ésta es entonces una invitación
para que asistamos a esa vida escondida de las palabras que nos están hablando desde lejos,
encontrando sólo la resistencia de los
que no desean escucharlas. Ojalá que a través de este texto el lector pueda
hacer suyo este viaje por el laberinto del lenguaje, en el centro del cual
acaso no habite el Minotauro, sino nuestro propio y oculto corazón.
LA ETIMOLOGÍA COMO NUEVA HERMENÉUTICA
Desde la perspectiva que se nos
ha aparecido a lo largo de este trabajo,
la etimología puede ser considerada como
una suerte de arqueología de la sabiduría colectiva, sumergida en la lengua. El
viaje de rescate etimológico, en efecto, puede compararse a una exploración que
se orienta a encontrar joyas escondidas entre ruinas. Está guiado e iluminado
por la contemplación de la invencible fuerza del lenguaje atravesando las
catástrofes de las civilizaciones destruidas y preservando la memoria de
aquellas consonantes seminales que esparcieron las primeras metáforas de la
historia humana.
La escucha del lenguaje significa
entender y aceptar –por muy misterioso que esto nos resulte–que antes de hablar
entre nosotros, y como condición esencial para poder hablar entre nosotros y
con nosotros mismos, nos comunicamos y nos sentimos comunicados con el
lenguaje, que es el don más alto y profundo que se nos ha dado como especie.
Walter Benjamin lo dice perentoriamente: «La respuesta a la pregunta ¿qué
comunica la lengua? es, por lo tanto: la lengua se comunica a sí misma».
Vivimos interrelacionados por un campo común que nos reúne: el lenguaje es el
símbolo más poderoso que emana de él y que nos conforma como cultura, pueblo,
multitud o comunidad unida por la amistad. De ese lenguaje que hablamos
colectivamente se apropia el individuo modificándolo en la medida de su
creatividad: unos lo hacen imperceptiblemente, otros, grandes genios verbales,
producen grandes transformaciones; pero, cualquiera sea el caso, es imposible
hablar un lenguaje sin modificarlo, ya
que todos sus hablantes acarrean una característica irrepetible: el
estilo es el hombre. Porque el lenguaje, como
la impresión digital, como el genoma de cada una de nuestras células, es
distinto en cada ser humano. Las lenguas no evolucionaron ni se crearon a
saltos milagrosos: fueron resultados de cambios imperceptibles introducidos por
imperceptibles seres humanos –aun analfabetos–.
Un grupo humano que tiene un lenguaje común es una entidad real que constituye un
«campo», que tiene un cuerpo y un alma; su cuerpo es la cultura «material»
común; su alama, su psiquismo colectivo, está plasmada en el lenguaje común. El
lenguaje, que trasciende a los individuos, no tiene existencia autónoma, no
flota en el aire: está encarnado en una comunidad, que también trasciende a los
individuos. La conciencia plena de estar insertos en el lenguaje como una
entidad que nos unifica y trasciende no en vano decía Merleau-Ponty que, antes
que un objeto, el lenguaje es un ser y la contemplación del lenguaje desde esa
perspectiva produce una
transformación notable en nosotros. Pero
este cambio es imposible de lograr cuando las palabras son «usadas»
exclusivamente en provecho de nuestra
información o comunicación, explotadas al servicio de nuestras necesidades, sin
tener en cuenta el misterio y la historia que residen en cada una de ellas. Por algo dice Benjamin
que la primera caída consiste en
considerar la palabra meramente como un
medio o instrumento de comunicación.
La etimología, que es una forma de escucha del lenguaje en sus inicios
y evolución, es una ciencia interpretativa que exhibe varios modelos metodológicos. Aun cuando en el siglo XIX
adquiere el sesgo positivista propio de
la época, sus posibilidades actuales –y éstas son las que nos interesan– la
hacen confluir con los intereses
de la semiología contemporánea: exploración y hermenéutica de un saber
profundo, muchas veces olvidado, encerrado y enterrado en el lenguaje.
Podríamos decir que así como el
psicoanálisis indaga los conflictos del paciente a través de un retorno
inducido al paisaje y la historia de la infancia, sepultados en el inconsciente,
el lenguaje y en particular las palabras tienen un origen que el olvido –esta
vez, el olvido colectivo– reprime. Se
trata de un origen que para ciertas palabras que expresan nociones
fundamentales conviene revelar, si queremos superar bloqueos individuales y
sociales en el orden del conocimiento, de la comunicación y de nuestra
relación, como individuos y comunidades hablantes, con nuestra evolución como
seres humanos, con nuestro pasado histórico específico y con los avatares de
nuestra propia experiencia personal.
Si pensáramos en términos
terapéuticos, no se trata sólo de curar mediante la palabra, como lo propone el
psicoanálisis, sino de curar la palabra misma con que tratamos de curar, es
decir cuidarla, examinar sus repliegues y sus trampas, sus ambivalencias, sus
significaciones ocultas en el tiempo. Naturalmente, no pretendemos reconstruir
esencias a través de un camino sustancialista. Antes bien, la idea es averiguar
si el saber del que emanaron en un primer estadio los términos de la pasión
guarda algún mensaje viviente y desconocido para nosotros, y examinar, al mismo tiempo, cuáles fueron las
circunstancias –históricas, sociales, epistemológicas– que han nublado para
nosotros ese conocimiento.
Comprobamos así que muchas
palabras tienen en su comienzo significados ocultos y a veces contradictorios
con sus significaciones sociales actuales. Pero seamos claros: el estudio
etimológico no es un camino hacia el pasado, un retroceso. No se trata de
recuperación sino de reinterpretación. Es el descubrimiento del sentido de las
raíces que persisten transformadas en las palabras de ahora. Es el
descubrimiento de lo que está oculto, de lo que somos y no sabíamos. Las raíces
de las palabras no están atrás, en el pasado: están en lo profundo del aquí y
el ahora. Si las palabras hubieran dejado sus raíces en el pasado, se habrían
secado, habrían muerto. La etimología, que consiste en rastrear las raíces,
significa desenterrarlas, exponerlas al aire. Y esa operación debe hacerse con
sumo cuidado: como pasa con las plantas, el shock
que pueden sufrir al quedar expuestas inapropiadamente puede ser fatal.
Actualmente, por ejemplo, nos
negamos a advertir que detrás de la rutina semanal del viernes se esconde nada
menos que el insondable rostro de Venus la hermosísima, también presente y
subterránea bajo las enfermedades venéreas
y el veneno, primer nombre del filtro de amor:
de allí el simbolismo erótico de la serpiente. De igual modo, nos negamos a ver
el parentesco entre febrero y fiebre; octubre, noviembre y diciembre están disociados del ocho,
el nueve y el diez con que culminan en el calendario romano. Un
poderoso tabú nos impide reconocer que la palabra parientes significa literalmente los que están pariendo. La semilla que plantamos tiene que ver con el semental, así como el semen tiene que ver con la semántica: a través de la metáfora de lo
germinal, la lengua relaciona lo vegetal, lo animal, lo biológico y lo
epistemológico, en un solo eje de equivalencias que en general se nos escapan.
El entramado que reúne todas estas asociaciones es arcaico, pero la etimología
nos permite una lectura que actualiza sus significados y les da un nuevo
sentido.
Y los pasajes o deslizamientos
que los significados sufren nos hablan de una dinámica, a veces progresiva y a
veces represiva, cuya interpretación arroja luces sorprendentes sobre aquello
que hemos decidido colectivamente olvidar, ignorar o volver a recordar, y que
atañe muchas veces a lo más profundo o lo más intenso de nuestras vidas. Dicho de otro modo, la pregunta relevante
sería: ¿qué ha ocurrido, desde el primer
significado, en el camino del olvido y
en el de las transformaciones? Los poetas
muchas veces intuyen, desde el
cuerpo sonoro mismo de una palabra, sus posibles irradiaciones hacia las raíces
primitivas. Con ellos, como ellos, la etimología puede imaginar al lenguaje como una suerte de phylum cuya presencia total resulta recobrable a través
de las investigaciones y de aquella razón apasionada de la que hablaba Spinoza.
Escribimos con la cautela propia
de los exploradores, sabiendo que a veces
nuestras afirmaciones podrán resultar chocantes a helenistas,
romanistas, filólogos o psicoanalistas cuyos dominios estamos invadiendo con eventuales
incursiones heterodoxas: esperamos que nos corrijan y trasciendan en sus
disensiones. Escribimos a
contracorriente, sabiendo que la noción de origen se ha vuelto sospechosa en
una cultura que se quiere fragmentaria y ajena a la idea de proceso o de
progreso. Pero, aunque lo que escribimos puede causar desconcierto, nos
dirigimos a aquellos que estén preparados a la apertura de nuevas puertas, en
particular, aquellas que nos comunican
más profundamente con la conciencia de nuestro propio lenguaje. Escribimos
también a la sombra formidable del
lenguaje, confiando en su sabiduría y su fuerza, que es también la del
género humano y la del vasto grupo lingüístico al que pertenecemos. Nuestros
posibles errores de interpretación no pueden alterar el propósito de estas
páginas, que quieren comenzar a interrogar, de una nueva manera, una fuente
inagotable de conocimiento y de sorpresas, y dejar el paso abierto a quienes
quieran proseguir este camino, que por su riqueza y vastedad nunca nos ha de
defraudar.
UN POCO DE HISTORIA
Llamáis lenguas muertas al lenguaje de los
griegos y de los latinos.
Pero de ellas se origina lo que es las
vuestras pervive.
SCHILLER
A principios del siglo XX, el
creador de la lingüística contemporánea, un suizo modesto y genial llamado
Ferdinand de Saussure, dijo que el lenguaje es un sistema posible porque sus estructuras funcionan
inconscientemente. Es decir, tal es la complejidad de las operaciones que nuestro cerebro debe computar antes de
que llegue a producirse la frase más simple, que no es posible imaginar que
estos mecanismos puedan aprenderse o apropiarse mediante un proceso consciente.
Miríadas de movimientos neuronales y de
mecanismos psicofísicos son necesarios para pronunciar o interpretar la más
sencilla frase: misterio al que nos acostumbramos pero que no deja de ser
impenetrable.
Como lo señala George Steiner, al
final de su vida, Thomas Huxley, el
mayor defensor de Darwin, escribió en
sus diarios: «Sé que no hemos comprendido nada del lenguaje».
Tras el triunfo de la teoría darwiniana de la evolución, y luego de una vida
consagrada a celebrarla, Huxley, al que apodaban el mastín de Darwin, tuvo la
lucidez y la honestidad de advertir que todo ello no había aportado nada al
conocimiento del origen de la
lengua. El lenguaje escapa a cualquier
modelo de evolución genética molecular, es su padre y su madre al mismo tiempo.
Es ésta una estimulante humillación: el hombre –ese animal de la palabra, como
lo definiría Aristóteles; ese sonido de pie, como lo llaman los guaraníes– no
sabe cómo la palabra ha venido a insertarse en su realidad; la palabra, que nos
distingue como especie, permanece todavía inaccesible para nosotros en su
origen.
Pero, si bien no podemos captar
en su decurso biológico la misteriosa instalación del lenguaje en nuestro
desarrollo como seres humanos, sí podemos preguntarnos y contestarnos por el
origen y la suerte de las palabras específicas que han decidido muchas veces el
curso de nuestra vida.
La noción del indoeuropeo a la
cual recurrimos en este trabajo nace a fines del siglo XVIII y principios del
XIX, cuando comienzan a plantearse, con Darwin, los problemas relacionados con
la evolución de la especie. William Jones, el orientalista y jurista inglés del
siglo XVIII, que fue educado en Oxford y vivió en Calcuta, estableció la
hipótesis del indoeuropeo fundándose en correspondencias de palabras del léxico
básico, como las que designan las nociones de parentesco. Jones tuvo la
intuición de que las coincidencias que advertía entre el sánscrito, el griego,
el latín y otras lenguas occidentales no podían ser fortuitas: así nace una estrella que brillará
muy alto en el horizonte del saber humano. Por ejemplo, la palabra que
significa hermano era en sánscrito bhratar,
en gótico brothar, en griego phrater, en latín frater. Estas coincidencias no podían ser casuales: apelaban a un
origen común, a un lenguaje hipotético del que no quedan fuentes escritas, y que se llamó, por su posible ubicación
geográfica, el indoeuropeo.
Hace más de seis mil años, este
protolenguaje –según una hipótesis plausible–
se desarrolló al este de Anatolia, hoy Turquía. Fue extendiéndose y
ramificándose a través de sucesivas migraciones hacia oriente, hasta la India e
Irán, y hacia occidente, hasta todos los rincones de Europa: nuestras lenguas
europeas –salvo el vasco, el finlandés y el húngaro– derivan de esta rama
occidental.
Nuestros orígenes lingüísticos,
por lo tanto, serían asiáticos, como son asiáticas, también, las lenguas
semíticas. El danés Rasmus Christian Rask y el alemán Franz Bopp establecieron
la gramática comparativa, por medio del acercamiento del persa, el sánscrito,
el altogermánico, el latín y el griego. Del indoeuropeo así reconstituido puede calcularse un léxico de cerca de dos
mil palabras. Más tarde, los etimólogos del norte de Europa (ante todo,
alemanes y daneses en un comienzo) consiguen aislar un número relevante de
raíces fundamentales confluyentes, de tal modo que la hipótesis de un tronco
común de todas ellas se vuelve una ecuación explicativa obligatoria,
confirmando la intuición y los trabajos iniciales de Jones. Se trata de un descubrimiento en cierto modo
comparable a la formulación biológica del ADN; pero lo que aquí estamos
reconstituyendo es el código cultural de un grupo humano del cual descendemos,
el grupo que somos.
Estrictamente hablando, el etimon significa, antes que la esencia, el
sentido literal de un vocablo, sentido que luego adoptaron los gramáticos para
trazar la historia de un término. La etimología nos brinda el punto de partida,
muchas veces sorprendente, sobre el cual
se edifican los sucesivos sentidos de una palabra fundamental. A partir de esta
base, la lexicología, la filología, la historia, la literatura y la filosofía
nos van proporcionando los materiales que atestiguan y explican los cambios de
significados e interpretaciones con que hoy comprendemos y empleamos los
términos relativos a los trabajos más profundos de nuestra psiquis.
Es preciso advertir que en este
texto no sólo nos remontaremos a las raíces de las palabras que estudiamos,
sino que también queremos apelar, cuando
la ocasión y la claridad lo requieran, a la comparación entre diversas lenguas,
para sacar a luz las diferentes connotaciones que una misma palabra original
puede alcanzar en ellas; también investigaremos el contenido de las metáforas
que surgen en las lenguas particulares a partir de una raíz determinada. Para
totalizar nuestras investigaciones serían necesarios conocimientos más extensos
que aquellos con los que contamos; por ejemplo,
una mayor familiaridad con las lenguas semíticas. En particular, el
hebreo, al que nos referiremos en algunas ocasiones, resulta una lengua
fundamental, porque para los indoeuropeístas el hebreo ocupó un lugar central,
ya que la cultura griega y la religión judeocristiana eran en su opinión el núcleo originador de la
cultura europea. Además, hoy día se hipotetiza que las lenguas indoeuropeas y
las semíticas forman parte de una superfamilia, antes denominada nostrático y ahora preferentemente familia afroasiática. Pero nos
encontramos en el estadio inicial, evidentemente preteórico, de nuestra tarea,
y confiamos en que nuestro campo se irá reforzando en el futuro con la
colaboración de los estudiosos interesados en estos desarrollos.
No desdeñaremos, por cierto, la
compañía de quienes nos preceden como buceadores en el significado y origen de
las palabras, y convocaremos a Platón o a Aristóteles, a Freud o a Benjamin, a
Spinoza o a Kant, y a otros poetas o filósofos, cuando su mirada nos resulte
necesaria para entender la evolución de un determinado significado. Pero queda
claro que el oráculo central que estamos interrogando no es un canon, ni mucho
menos el miembro de un canon establecido, sino una fuente inextinguible e
inexpugnable, el lenguaje mismo, que tantos se precian en interpretar y dicen
reverenciar sin haberlo jamás escuchado humildemente, profundamente, en la
sucesión de las olas contradictorias e intensísimas que acarrean, decantada,
una sabiduría de milenios.
Este interlocutor primordial
proviene de una misteriosa floración inconsciente y colectiva, como la definía
Saussure, tan ajena a las ideologías como a las filosofías, y semeja una vasta
esfinge que yace tendida hace siglos esperando una interrogación orientada a la
sabiduría profunda y riquísima encerrada en múltiples estratos de experiencia,
tanteos de reflexión, buceos expresivos del grupo humano emergiendo a la
conciencia. Estas reflexiones apuntan a desbrozar el terreno e indicar los
primeros senderos de esa interrogación, senderos necesariamente aventurados
pero también, a nuestro juicio, tan necesarios como deslumbrantes.
Es verdad que no cabe apelar al
lenguaje sin mediaciones tales como los diccionarios clásicos, como lo haremos,
y sin convocar la paciente búsqueda
filológica que nos precede desde hace siglos. En la exploración de las
misteriosas galerías en la que nos aventuramos, habrá pistas falsas,
equivocaciones y derrumbamientos como los que siempre ocurren cuando se avanza en territorio desconocido.
Se desprenderán muchos terrones de polvo de aquellos que interrumpen, obstruyen
y empañan el camino: pero esto no debilita nuestra certeza de que al fondo se encuentra el oro puro y vibrante de la densísima experiencia
lingüística de los orígenes. Acaso estemos abriendo, sigilosamente, una puerta
por la cual pasará una nueva visión del
lenguaje, una nueva comunicación de nosotros mismos con él. De un modo semejante a lo que dice Lou
Andreas-Salomé acerca de los ricos territorios desconocidos sobre los que
avanza el psicoanálisis, acaso podamos
experimentar «esta radiante
sensación de un ensanchamiento de la vida a través del tacto, del contacto con
las raíces por las cuales ella se sumerge en la totalidad».
(*) Texto tomado de Bordelois, Ivonne (2008). Etimología de las pasiones. 1 era edición. Caracas, Venezuela. Monte Ávila Editores Latinoamericana. Colección Milenio Libre. 130 págs.
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