Texto: Lenguaje e Ideología
Autor: Olivier Reboul
Título original: Langage et
Idéologie
1980, Presses Universitaires de
France, Paris
Traducción: Milton Schinca Prósper
1era edición en español
Fondo de Cultura Económica, México,
1986.
INTRODUCCIÓN I
¿QUÉ ES UNA IDEOLOGÍA?
Un código específico
No se habla como se
quiere. Sobre nuestro lenguaje pesan ciertas coacciones que, sin embargo, no son coacciones
lingüísticas. Yo llamo coacciones lingüísticas a las que determinan nuestra
pronunciación, nuestro vocabulario, nuestra sintaxis, y que no se pueden
transgredir sin riesgo de ser mal comprendido. Pero hay otras que son de orden
social y operan en el nivel de la lengua: no se le habla a un camarada como se le habla a un superior; uno no se
expresa en su dormitorio como en un congreso científico. Más genéricamente, no
se escribe como se habla. Otras coacciones se refieren al estilo: no se escribe
un poema igual que un informe administrativo ni que una novela. En fin, hay
todavía coacciones más distantes de la lingüística en sentido estricto y que yo
llamo ideologías.
Supongamos que un
predicador se encaramara en el púlpito y gritara: “¡Camaradas!” Evidentemente
chocaría. Tanto como un delegado sindical que dijera: “Hermanos míos” en una
asamblea. En los dos casos habría transgresiones de un ritual, de un código,
que no es propiamente lingüístico, pero que regula sin embargo el habla. El discurso de un político
de extrema derecha y el de un político de extrema izquierda; el discurso de un
obispo y el de un masón pueden estar dichos en el mismo idioma, pero se
encontrará en ellos un vocabulario diferente, giros y figuras disímiles; y aun
si llegaran a expresar la misma cosa, la expresarían de modo diverso.
No se dice tampoco lo
que se quiere. Una ideología determina no sólo nuestra manera de hablar, sino
también el sentido de nuestras palabras. Términos como “libertad”, “fascismo”,
“democracia”, “liberalismo” variarían su significación según la ideología de
quienes los pronuncian. Significantes todavía más usuales, como “yo”,
“nosotros”, “tener”, “es”, “contra”, “nuevo”, pueden igualmente variar de
significación según el contexto. Y el contexto de que se trata es precisamente
la ideología.
Por lo demás, ésta
confiere a las palabras no sólo un sentido, sino también un poder. Poder de
persuasión, de convocatoria, de consagración, de estigmatización, de rechazo.
Pensemos en la fuerza de la preposición “de” en fórmulas como “el partido de
los trabajadores”, “el presidente de todos los franceses”. El término crea
literalmente un monopolio y lo impone. Afirma sin decirlo que el partido en
cuestión es el único que representa a los trabajadores, que el candidato a la
presidencia de la República es el único digno de representar a Francia. Y en
los dos casos, los que piensan lo contrario serán rechazados. Poder de
legitimación y de excomunión.
Mi propósito es
estudiar el código específico que una ideología impone al lenguaje o, por decirlo
mejor, el subcódigo que se superpone al código de la lengua. Para hacer esto,
trataré primero de definir la ideología.
BREVE HISTORIA DEL TÉRMINO
La misma palabra
“ideología” forma parte también del lenguaje ideológico, en el sentido de que
está cargada de connotaciones y apunta a realidades muy diferentes según el
punto de vista de quien la utilice. Después de reconstruir brevemente su
historia trataré de determinar su sentido actual, por ambiguo que sea.
El término fue creado
por el filósofo Destutt de Tracy en una memoria presentada al Instituto en
1796, y pronto conoció el éxito. “Ideología” significaba entonces una ciencia;
más exactamente, el análisis científico de la facultad de pensar. Se oponía a “metafísica” y a “psicología”. El
término “no supone nada dudoso o desconocido”, decía Tracy; “no le recuerda al
espíritu ninguna idea de causa” (Gouhier, 1973, p. 84). Así pues, al principio
ideología era sinónimo de ciencia positiva del espíritu, y designaba
exactamente lo contrario de lo que hoy entendemos por dicho término. Sin
embargo, la palabra se hizo despectiva rápidamente, y de tres maneras, en tres
sentidos diferentes.
El sentido cesariano
Al parecer, fue
Napoleón el primero en darle al término una connotación desdeñosa. Él veía en
los “ideólogos” a doctrinarios abstractos, nebulosos, idealistas, y peligrosos
(para el poder), por causa de su desconocimiento de los problemas concretos.
Bourrienne, su secretario, informa:
Bonaparte recurría a menudo a la
palabra ideólogo, con la que trataba de poner en ridículo a hombres en los
que creía entrever una tendencia hacia la perfectibilidad indefinida (Gouhier,
pp. 85-86; véase también K. Mannheim, 1956, y Vadée, 1973).
Para los hombres de
derecho y los administradores de todo género, los “ideólogos” son siempre los
aguafiestas. La ideología no es para ellos más que una doctrina irrealista y
sectaria, sin fundamento objetivo, y peligrosa para el orden constituido.
Un matiz, sin embargo: Napoleón oponía a
la ideología el realismo y el pragmatismo del jefe militar y del jefe de
Estado. Nuestros modernos Césares la
oponen más bien a la objetividad, a la neutralidad, sinónimo para ellos de
verdad. Rechazan tanto las ideologías de derecha como las de izquierda, las
clericales como las anticlericales. Pero el marxismo es para ellos el prototipo
de la ideología en lo que ésta tiene de más detestable.
El sentido marxista
Marx mismo emplea el
término en un sentido despectivo, que no se diferencia casi del de Napoleón.
Así, en El Capital, habla de “una
manera de ver abstracta e ideológica”; denuncia “al ideólogo del capital, el
economista político” (ed. de 1965, pp. 916 y 1075). Pero en una obra anterior, La ideología alemana, Marx y Engels le
daban al término una significación más precisa y más original:
Si en toda ideología, los hombres y
sus relaciones aparecen situados cabeza abajo como en una cámara oscura, este
fenómeno proviene de su existencia histórica, tal como la inversión de los
objetos en la retina deriva de su existencia directamente física (ed. de 1975,
p. 212).
La ilusión ideológica
tiene, pues, la misma necesidad que un fenómeno óptico. ¿Ilusión de qué? Aquí
interviene una nueva metáfora, tomada esta vez de la química. El pensamiento
ideológico se cree autónomo, cuando en verdad está determinado por factores
exteriores, por su “base material”, de la que él no es sino el “sublimado” (Sublimat):
Por esto, la moral, la religión, la
metafísica y todo el resto de la ideología, así como las formas de conciencia
que se corresponden con ellas, pierden toda apariencia de autonomía. No tienen
historia, no tienen desarrollo. Son por el contrario los hombres quienes, al
desarrollar su producción material y sus relaciones materiales, transforman
esta realidad que les es propia, su pensamiento, y los productos de su
pensamiento (p. 213; ed. de 1974, p. 51).
Se podría decir que
la ideología es la expresión y la justificación teórica de lo que Marx llamará
más tarde superestructura. Por otra parte, cuando afirma que las ideologías no tienen
historia, piensa en una ideología que fuera siempre la misma, análoga al
“inconsciente eterno” de Freud (cf.
Althusser, 1978, p. 99 ss.). Las
ideologías tienen una historia, pero no la suya; cambian, pero su cambio se
explica por sus bases materiales. Ahora
bien, como todas las ideologías ignoran su dependencia con respecto a la
historia concreta, tienden a creerse eternas.
¿Quiénes son
exactamente los “ideólogos” que denuncia Marx? No son espíritus religiosos,
sino críticos racionalistas de la religión, como Feuerbach. Según Marx, estos
filósofos conservan sin saberlo algo de religioso. ¿Por qué? Porque también se
creen autónomos, y piensan que es suficiente explicar la religión para
suprimirla. Mientras nos limitemos a refutar a la religión refiriéndola a su
“base temporal”, en rigor no habremos hecho nada. Es lo que dice la cuarta
tesis sobre Feuerbach:
La religión sólo puede explicarse
por el desgarramiento y la contradicción interna de esta base temporal. Primero
es preciso comprender esta base en su contradicción, para transformarla en
seguida en la práctica suprimiendo la contradicción (véase S. Kaufmann, 1973, p. 14).
En suma, la crítica
filosófica está también condicionada por lo que critica, condicionada por el
hecho de ser burguesa y alemana; y sobre todo por el hecho de que ella lo
ignora. Al refutar a la religión, la filosofía se sitúa en el mismo plano que
ella, el plano de la ideología. Un último conjunto de metáforas nos delata el
carácter mecanicista de la explicación de Marx:
Se parte de hombres en su actividad
real; a partir de su vida real se presenta también el desarrollo de los
reflejos y de los ecos de esta vida real (E. 1975, p. 212).
En este momento, el
marxismo mismo ¿no es acaso un “eco”, un “reflejo”, un “sublimado” del proceso
material que está en su base? Pierde entonces toda autonomía y no puede, como ninguna otra
ideología, aspirar a la cientificidad. Ciertamente, los marxistas pretenden
quebrar el círculo afirmando que su conocimiento de la ideología los libera;
que su teoría, al apoyarse sobre la praxis y las luchas proletarias, marcha “en
el sentido de la historia”; que el marxismo no es, pues, una ideología, sino el
“socialismo científico”. Muchos marxistas razonan así (cf. Vadée, p. 74): toda producción intelectual, salvo la ciencia,
es ideología. Por lo tanto, el marxismo es científico, pues no es una
ideología. Yo intentaré demostrar que esta pretensión es el ejemplo perfecto
del discurso ideológico.
En cuanto a la “base
temporal”, la “actividad real” a partir de la cual Marx pretende explicar la
ideología, ¿cómo la conoce él? Recordemos este párrafo de La cuestión judía, publicada en 1844:
Fijémonos en el judío real que anda
por el mundo; no como hace Bauer en el judío
sabático, sino en el judío de todos los días.
No busquemos el misterio del judío
en su religión; busquemos el misterio de su religión en el judío real.
¿Cuál es el fundamento secular del
judaísmo? La necesidad práctica, el
interés egoísta.
¿Cuál es el culto secular que el
judío practica? La usura.
¿Cuál su dios secular? El dinero
(Citado por Misrahi, 1972, p. 48) [Escritos
de juventud de Carlos Marx, vol. 1 de las Obras Fundamentales de Marx y
Engels. México. FCE, 1982. p. 485.]
Marx no volvió sobre
esta descripción del “judío real”, pero ella nos muestra que lo que el
materialismo histórico entiende por real puede ser ideológico en el peor
sentido del término. Y que, como dice Karl Mannheim (p. 72), nada impide
aplicar la crítica marxista de la ideología al marxismo mismo.
El sentido sociológico
En el siglo XX nació
una tercera concepción, mucho más neutra, la de los sociólogos del conocimiento, que consideran como
ideología toda representación colectiva que
se puede estudiar desde fuera. Jacques Ellul resume bien su punto de
vista común:
La ideología es un complejo de ideas
y de creencias. No de ideas y/o creencias, sino de creencias que se relacionan
con ciertas ideas. Ideas que vienen a nutrir a ciertas creencias (1973, p.
338).
La función de una
ideología es la de servir de código implícito a una sociedad, un código que le
permita expresar sus experiencias, justificar sus acciones y sus conflictos
(como la guerra); en fin, darse un proyecto común. Es también el sentido que
François Châtelet le otorga a este término (1978): una visión del mundo propia
de una sociedad, de una cultura.
He expuesto, pues, de
un modo demasiado sumario por cierto, y
dejando de lado numerosos matices, tres concepciones de la ideología. ¿Hay que
elegir entre ellas, o se puede encontrar un cierto consenso que permita definir
la ideología?
LOS CINCO RASGOS DE LA IDEOLOGÍA
Demasiados autores
hablan de “ideología” en singular, como si no hubiera más que una, y sin
precisar de cuál hablan. Para ellos esto es evidente. Sin son de derecha, la
ideología es “el totalitarismo”, que engloba a la vez el marxismo y el
fascismo. Si son de izquierda, la ideología es el pensamiento burgués, ya sea
fascista o liberal. En ambos casos, la ideología no es otra cosa, según la
frase de Raymond Aron, que “la idea de mi adversario” (1936, p. 4).
Para escapar a este
maniqueísmo, intentaré dar una definición de la ideología tan operante como sea
posible.
El examen histórico
nos ha mostrado que el término es siempre peyorativo, y es esto lo que lo
distingue de sinónimos como “teoría” o “doctrina”. Se “profesa” una doctrina;
pero se “denuncia” una ideología (cf. Reboul,
1977, pp. 37 y 65). Nadie dirá: “Tal es mi ideología”. Algunos partidos de izquierda,
es cierto, hablan de sus “luchas ideológicas”, pero es que aquí el adjetivo es
menos despreciativo que el sustantivo, como si “ideología” significara no lo
que es ideológico, sino lo que no es más que ideológico. ¿Por qué?
Un pensamiento partidista
Una ideología es por
definición partidista. Por el hecho de pertenecer a una comunidad limitada, es
parcial en sus afirmaciones y polémica frente a las otras. Toda ideología se
sitúa en un conflicto de ideologías. También en la ciencia surgen polémicas y
conflictos, pero su finalidad no es la misma: una teoría científica combate por
la verdad y debe inclinarse ante los hechos, o ante las teorías más conformes
con los hechos. En cambio, una ideología combate para vencer; lo que significa
que se impondrá, no sólo mediante razones y pruebas sino también mediante una
cierta presión, que puede ir desde la seducción hasta la violencia, pasando por
la censura y la ocultación de los hechos.
Un pensamiento colectivo
Una ideología es
siempre colectiva. Y es esto lo que la distingue de la opinión o de la
creencia, que pueden ser individuales. La ideología es un pensamiento anónimo,
un discurso sin autor: es lo que todo el mundo cree sin que nadie lo piense. Es
la razón de que, cuando se polemiza con un autor, se califica su pensamiento de
ideología cuando se quiere subrayar que no es verdaderamente su pensamiento.
Así, no se hablará de la “ideología” de Descartes, de Kant o de
Marx. Se subrayará simplemente que estos autores están a veces condicionados,
aun sin saberlo, por la ideología de su tiempo o de su medio. Esto se comprueba
en las palabras-obsesiones de sus discursos, y más todavía en sus silencios, en
lo no dicho que subyace a lo que dicen.
Descartes, por
ejemplo, en su Tratado de las pasiones
se jacta de explicar la afectividad a partir del cuerpo; pero no dice una sola
palabra sobre la sexualidad. Aun cuando aborda las pasiones del amor, la única
base orgánica que le asigna ¡es el tubo digestivo! El hipersexualismo obsesivo
de tantos modernos corre el riesgo de parecer igualmente sospechoso.
Kant, en su Doctrina del derecho, funda el derecho
sobre la distinción entre la “persona” y la “cosa”. El derecho originario es la
posesión de cosas por las personas, así como la prohibición correlativa para el
hombre de poseer a otro hombre, es decir, de reducirlo a cosa. Pero Kant no
explica en absoluto cómo deduce, de este derecho originario, la propiedad
privada; o dicho de otro modo, el derecho exclusivo de un individuo sobre una
cosa, aunque sea en detrimento de los demás individuos. En su época, el derecho
de propiedad derivaba de los derechos del hombre, sin que hubiera necesidad de
decir cómo ni por qué.
Marx, tan experto en
desbaratar las astucias y las falsas justificaciones del Estado burgués, no
dice nada o casi nada sobre el papel del Estado después de la revolución
proletaria. Parece ignorar esta cuestión, a pesar de que la historia ha
demostrado que era sin embargo “la” cuestión.
En resumen, la
ideología no es el pensamiento del individuo; es el hecho de que este
pensamiento se sitúa en un “ya pensado”, que lo determina sin que él lo
advierta. Es la revancha del “se” sobre el “yo”, del “se habla” sobre el “yo
pienso”.
Un
pensamiento disimulador
Una ideología es
necesariamente disimuladora. No sólo tiene
que enmascarar los hechos que la contradicen, o quitarle la razón a las buenas razones de sus adversarios, sino
que también, y sobre todo, debe ocultar su propia naturaleza. Si reconociese su
esencia de ideología, se destruiría, como la luz suprime las tinieblas. Por eso se hace pasar siempre por otra cosa
que lo que es: por la ciencia, por el buen sentido, por las pruebas, por la
moral, por los hechos…
Un pensamiento racional
Y sin embargo, toda
ideología se cree racional. Y es necesario tomar en serio esta pretensión, pues
es ella, precisamente, la que distingue la ideología del mito, del dogma, de
toda creencia religiosa o tradicional. Como escribió Gabriel Vahanian:
En tanto que crítica de las ideas
recibidas, la ideología está armada de una intención única. Apunta
esencialmente a reintegrar al hombre al interior de los únicos espacios que el
saber puede asignarle […]. Desde Feuerbach, la ideología empieza por hacer
vacilar a Dios en el hombre, reemplazando la teología por la antropología
(1976, p. 52).
Es muy posible que
ciertas formas de pensamiento, en la China antigua o en la Grecia clásica,
fuesen ideologías. En todo caso lo fueron por su aspiración a la racionalidad.
Pero yo pienso que la ideología es una realidad moderna. Resulta significativo
que el racismo como ideología haya aparecido a fines del siglo XVIII con el
nacimiento de la biología científica, y que se haya desarrollado con ésta y
gracias a ésta. Hasta entonces, el racismo se basaba en mitos o dogmas
religiosos, como el del judío “deicida”. El racismo moderno, por el contrario,
pretende apoyarse sobre la historia natural y sobre la genética; cuando afirma
la inferioridad o incluso la nocividad de ciertas “razas”, lo hace en nombre de
la ciencia.
Un pensamiento al servicio del poder
Recordemos la célebre
fórmula de Marx: “Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes” (E.
1975, p. 238). Aun si se rechaza la lucha de clases, la primacía de lo
económico, la existencia en cada época de una ideología dominante, hay que
admitir, aunque no se sea marxista, que Marx ha puesto el dedo en la llaga en
un punto esencial: la relación entre la idea y la “dominación”, que es lo
propio de toda ideología. Lo que distingue a ésta de la ciencia, del arte, lo
que hace de la ideología algo muy diferente de una simple visión del mundo, es
que está siempre al servicio del poder, y su función es la de justificar su
ejercicio y legitimar su existencia.
Naturalmente, el
poder del que se trata es colectivo, es el que ejerce un grupo social sobre
otro, como se ve muy bien en las expresiones ideología de clase, ideología
racista, nacionalista, etc. Por otra parte, el servicio que le presta la
ideología al poder es específico. El poder puede utilizar a la ciencia, por
ejemplo para la guerra o para la propaganda, pero no la utiliza para
legitimarse. O si lo hace, ese poder es ya ideología. En este sentido, la
ideología es siempre el pensamiento al servicio de un poder.
LA DISIMULACIÓN DE LO SAGRADO
Los diversos tipos de ideología
Éste último rasgo me
parece esencial. Es el que condiciona todos los otros y el que explica que la
palabra “ideología” sea despectiva. De una manera más o menos explícita, evoca
un pensamiento que pretende enseñarnos cuando en realidad nos adoctrina, que
trata de convencernos con el único fin de enrolarnos.
¿Qué se entiende por
“poder”? Toda dominación durable del hombre sobre el hombre, que se apoya, ya
sea sobre la fuerza, ya sea sobre la legitimidad, lo que le permite hacerse
obedecer sin tener que imponerse violentamente a cada paso. El poder no es
singular más que en apariencia: “Su número es legión”, como dijo Roland Barthes
siguiendo el Evangelio. Y puede adoptar las formas más diversas: política,
militar, económica, eclesiástica, industrial, burocrática, tecnocrática,
docente, etcétera.
Por otra parte, el
poder al que sirve la ideología puede no ser el poder establecido. Puede ser
también un poder que se intenta tomar, o recuperar. Puede ser igualmente una
dominación implícita, poco codificada,
como la del hombre sobre la mujer, la del adulto sobre el niño, la del
colonizador sobre el colonizado. A partir de aquí, yo distinguiría tres tipos
de ideologías:
1. Las ideologías difusas. Son las constituidas por un
complejo de creencias ampliamente extendidas, y sirven para justificar el poder
en vigencia. Existe una ideología difusa de los burócratas, de los militares,
de los médicos, de los docentes, así como también existe una de los políticos que
mantienen el orden establecido. Estas ideologías son inconscientes y no se
expresan más que cuando se ven cuestionadas. Por ello resulta difícil
analizarlas.
2. Las ideologías sectarias. Propias de tal o cual minoría, que
aspira a tomar el poder, se hallan en abierto conflicto con la ideología
difusa, con las “ideas recibidas”. Mientras que la ideología difusa justifica
la inmovilidad, consagra el estado de hecho como “natural” o “inevitable”, la
ideología sectaria desprecia lo que está
y predica el cambio. Y esto es así tanto para ideologías reaccionarias
como revolucionarias. Por otra parte, como están constantemente sometidas a la
contradicción, estas ideologías son explícitas, y en general bastante
estructuradas. Es, pues, fácil identificarlas. Ellas mismas tratan de
manifestarse, pero no como ideologías; se llaman a sí mismas “doctrinas”,
“sistemas”, “pensamientos”, etc. El hitlerismo, la ideología sectaria por
excelencia, se definía como una Weltanschauung;
sus cursos de adoctrinamiento se llamaban weltanschauliche
Schulung (“instrucción para una visión del mundo”). En su vocabulario, el
término “ideología” seguía siendo peyorativo; el diccionario De r neue Brockhaus, en su edición de 1941
(Leipzig), definía así al ideólogo: “Pensador político idealista y soñador”, y
a la ideología: “Pura teoría, ficción” (Unwirklichkeit).
3. Los segmentos ideológicos, o ideologías
segmentarias.
Entiendo por tales los complejos de creencias que se encuentran dentro de
ideologías muy diferentes (difusas o sectarias). Por ejemplo, el nacionalismo,
el racismo, el clericalismo, el sexismo. El clericalismo existe en diversas
religiones. Los argumentos de los diferentes nacionalismos son idénticos, así
como idéntico su vocabulario; sólo cambian los nombres propios. También en este
tercer sentido, la ideología sigue estando al servicio de un poder, aun cuando
dicho poder esté poco institucionalizado. El nacionalismo afirma el poder de
una nación sobre otra, o contra otra, el sexismo, el poder de los hombres sobre
las mujeres; y en cuanto al racismo, ha servido para justificar la esclavitud,
la colonización, la explotación, el exterminio.
Emplearé de ahora en adelante la palabra
“ideología” para designar una u otra de estas tres especies, que suelen
confundirse con frecuencia. El maoísmo, sectario en Europa, parece haberse
convertido en una ideología difusa en China. El antisemitismo, segmentario en
la Alemania anterior a Hitler, se vuelve con éste una ideología sectaria,
etcétera.
La legitimación por lo sagrado
Queda por precisar la
relación de los cuatro primeros rasgos de la ideología con el quinto, la
justificación del poder.
De hecho, todo poder
debe legitimarse para durar más allá del golpe de fuerza o de la ocasión que le
dio origen: “El más fuerte no es jamás tan fuerte como para seguir siendo el
amo si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber”, escribió
Rousseau al comienzo del Contrato social.
La ideología es precisamente lo que transforma la posesión en propiedad, la
dominación de hecho en autoridad de derecho, la que asegura la obediencia
permanente sin recurrir a la coerción física. Es, pues, anónima, dado que
traduce o pretende traducir el consentimiento de todos. Y es normal que sea
polémica, puesto que todo poder se ejerce contra uno u otros poderes que lo
amenazan o cuestionan.
Esa legitimación del
poder puede ser de diferentes tipos, no todos ideológicos. Para que sea
legitimación ideológica, es preciso que sea a la vez disimuladora y racional,
disimuladora por su racionalidad.
Para ilustrar esto,
tomaré dos casos extremos de legitimación que aparecieron sucesivamente en la
historia de Francia.
El Antiguo Régimen se
legitimaba de una manera no ideológica, sino religiosa. Se me objetará que
ciertos pensadores, bastante antes de 1789, daban una justificación racional
del poder. Incluso se ha podido escribir
que desde el siglo XVI se asiste a “la génesis del Estado laico” (Mairet,
1978), en el sentido de puramente profano. En efecto, pensadores políticos como
Maquiavelo, Grocio, Hobbes, Locke ya no invocaban a Dios como fundamento de la soberanía.
El poder del Estado llevaba en sí su propia justificación. Los valores que él
se proponía defender no eran religiosos, como la salvación o el bien común,
sino profanos: el orden, la vida, la libertad, la propiedad. La ley ya no
transcendía al príncipe sino que dependía de su voluntad; en él residía el
principio del poder, y no en Dios.
Sin embargo, las
teorías que anticipan la ideología ulterior son las de los filósofos del
Antiguo Régimen, pero no las del Antiguo Régimen. Los monarcas de entonces casi
no valoraban las justificaciones que estos filósofos hacían de su soberanía. Es
significativo que Hobbes, teórico del poder absoluto, fuera muy mal visto por
los príncipes, que le reprochaban socavar los fundamentos religiosos de su poder.
Significativa también la manera como los Borbones, exiliados por la Revolución,
justificaban su legitimidad: por una parte, por el derecho divino; por la otra,
por la antigüedad de su linaje (cf. P.
Bastid, 1968).
El poder bajo el
Antiguo Régimen se justificaba abiertamente por lo sagrado. El rey lo era “por
derecho divino”, “llamado por la Providencia”, “representante de Dios en su
reino”, “rey por la gracia de Dios”. Este carácter es místico bajo dos
aspectos. Primero, el monarca debía su título a la filiación, a la “sangre”.
Pero este título debía ser autenticado por la consagración, ceremonia que
comprendía la proclamación, la unción con los santos óleos, la coronación, la
entronización, el juramento de los señores, todo lo cual confirma el carácter sagrado
del rey y la índole sobrenatural de su poder.
La legitimación ideológica
En nuestros días, el
poder es apenas ostensible. Los médicos, los profesores, los jueces (salvo en
Estados Unidos) no tienen necesidad de toga y birrete para “imponerse”. El
ejército anda en traje de faena y el propio César lleva ropa sport, si no es que sweater o cuello Mao… El discurso que legitima el poder es sobre
todo de orden racional. Se justifica ya
sea por el consenso de los ciudadanos, ya por la función que asume y los
servicios que presta. Los actos del príncipe ya no están dictados por su
capricho, sino por la necesidad. Aun cuando se trate de un dictador, el hombre
en el poder no se designa como tal, sino como “guía” (Duce, Führer), o como “gran timonel”. Hoy, ya no se hace la guerra
“por el rey”, se la hace “por el derecho”. En suma, el poder moderno quiere ser
racional, y todo su discurso procura demostrar que lo es.
Su discurso es la
ideología. Y ese discurso, en efecto, justifica el poder de manera racional,
por el consenso o la necesidad, disimulando lo que el poder comporta de
esencial: el hecho de que él sigue siendo sagrado para los que lo ejercen, que
lo debe ser para los que lo sufren, y que supone una amenaza de violencia para
los que lo rechazan.
Debemos entendernos
sobre el alcance de la palabra “sagrado”, que puede adoptar sentidos diversos
según las culturas, y aun en nuestra propia cultura. Puede designar una
divinidad, pero también el orden establecido, la vida, la nación, la ley, la
moral, la libertad, la dignidad humana, la belleza, la verdad, el derecho… Sin
embargo, siempre esto será lo sagrado: lo que el hombre no puede disponer por
sí, no puede disfrutar, no puede destruir. En definitiva, lo que no puede ni
tocar, ni conocer, ni nombrar. Lo sagrado es el Ganz Andere, el
Totalmente Otro. Transgredir lo sagrado es violencia; el acto violento por
excelencia, el sacrilegio. En cambio, lo sagrado engendra una cierta violencia,
como la guerra santa, las bacanales, la antropofagia, y más genéricamente el
sacrificio; pero esta violencia no es percibida como tal, precisamente porque
está legitimada por lo sagrado de donde procede.
Los valores
enumerados, desde el orden hasta el derecho, siguen siendo sagrados.
Transgredirlos se considera sacrilegio. No disponemos de ellos, sino que ellos
disponen de nosotros. Se muere por ellos, se mata por ellos. La guerra por la
nación o por el derecho es un holocausto como no lo han conocido jamás las
religiones “primitivas”.
El poder, bajo su
forma más moderna, más racional, sigue siendo sagrado porque perpetúa,
amplificándolos, los dos rasgos en los cuales se reconoce lo sagrado: el
sacrilegio y el sacrificio. Por un lado, califica de violencia –“crimen”,
“sabotaje”, “atentado”, “terrorismo”, etc.–
todo lo que lo amenaza o simplemente lo cuestiona. Por el otro, se
arroga el derecho de regir la vida de los hombres, finalmente de sacrificarla.
El poder sigue siendo sagrado, pero no lo dice. Dice otra cosa. Desmiente su
objetivo básico con un discurso racional cuyo papel es el de legitimarlo por
otra vía. La ideología es la disimulación de lo sagrado.
UN ESPACIO DE RACIONALIDAD
La defensa del mundo libre
Supongamos que un
político “liberal” nos planteara la cuestión siguiente: “¿Usted no piensa que
la defensa del mundo libre exige un importante poder atómico de disuasión?” Por
supuesto que nosotros podemos responderle sí o no; también somos libres de
responderle a nuestro interlocutor que los créditos consagrados a ese poder de
disuasión estarían mejor empleados si los destináramos a elevar el nivel de
vida de los pueblos del mundo libre, haciéndolo por lo mismo más atrayente.
Los árboles matan
Hace algunos años, el
prefecto de un departamento francés decidió cortar todos los árboles que se
encontraban al borde de las carreteras sobre la base de un informe técnico que
se resumía en la fórmula: “Los árboles matan”, fórmula en apariencia racional.
Por lo pronto, se fundaba sobre estadísticas impresionantes de accidentes
automovilísticos causados por los árboles. Ciertamente se podían discutir las
implicaciones de esta fórmula; hacer notar, por ejemplo, que era posible salvar
los árboles protegiéndolos con paneles flexibles o aun transplantándolos para
ampliar las carreteras.
Pero lo que quedó
fuera de duda fue la forma misma de la frase, su estructura sintáctica, que la
hacía tramposa. En lugar de hacer del árbol un complemento agente (“por”) o de
circunstancia (“contra”), se lo erigió en sujeto, vale decir en culpable de
accidentes mortales. Esta sintaxis no es inocente, pues bloquea el pensamiento
y le impide plantearse ciertas preguntas: ¿No es acaso el automovilista el que
“se mata” por exceso de velocidad? Nótese que, cayendo yo también en la trampa de la fórmula, escribí:
“Accidentes… causados por los árboles.”
Y es que la frase del prefecto disimula una cierta sacralidad.
¿Qué sacralidad? La
vida humana, ¡por cierto más preciosa que el árbol! Pero en realidad se trata
de otra cosa, pues después de todo, la vida humana no es separable de su
entorno, de su calidad; y encerrar a los
hombres en un universo de asfalto, de cemento, de ruidos de motores y de tubos
de escape es atentar contra su vida. Dicho de otro modo: matar los árboles es
como matar a los hombres. Lo sagrado que esconde esta fórmula no es el hombre,
sino el automóvil. O más propiamente, el poder conjunto de los industriales y
de los tecnócratas, para quienes el ser humano no resulta ser más que un
instrumento al servicio de la producción y del consumo.
“Los árboles matan”
pertenece totalmente a un tipo de discurso tecnocrático, inserto en una red de
fórmulas como “la expansión económica”, “la modernización”, la necesidad “de
crear empleos”. Reproduzco a título de ejemplo esta declaración que me hizo un
economista con su auto detenido delante de una zona de peatones: “¡Es
escandaloso que en Francia, donde el automóvil es una de las pocas industrias
que generan empleos, no se haga nada por facilitar la circulación”! No me atreví a preguntarle qué entendía por
“facilitar”.
La palabra Revolución
Mi hermano Eugenio decía que el
papel decisivo para poner en vereda a los intelectuales no lo desempeñó el
miedo ni la corrupción (aunque ni el uno ni la otra faltaron), sino la palabra
Revolución, a la que no se quiso renunciar a ningún precio. Esta palabra está provista de una fuerza tan
grandiosa, que no se comprende por qué nuestros amos tuvieron necesidad de cárceles y de ejecuciones
masivas (N. Mandesltam, Contre tout
espoir, F. Châtelet, 1978, T. III, p. 372).
Este texto de una víctima del stalinismo nos
muestra una vez más el poder de las palabras, poder más real que el del miedo y
el de la corrupción. Aquí todavía “revolución” se inscribe en una red semántica
con sus términos asociados, “lucha de clases”, “dictadura del proletariado”,
“patria del socialismo”, y sus antónimos, “reacción”, “reformismo”, “fascismo”,
etc. Desacomodar por poco que sea esta red no es solamente arriesgarse a la
deportación y a la muerte, sino volverse atrás, convertirse ante uno mismo en
traidor y canalla. Las palabras tienen un poder interior más fuerte que el de
las armas, por ser más duradero.
Ahora bien, las palabras pretenden ser
racionales, y porque podemos darle un contenido, nos permiten explicar muchos
hechos y hacen posible la discusión y la crítica: “¿Esta medida es
revolucionaria o reformista?” Son también –y todo el problema reside en
comprender este “también”– palabras cuya
transgresión acarrea no solamente la represión física, sino la culpabilidad, la
vergüenza del sacrilegio. Por ejemplo, en el vocabulario staliniano, ser
reformista era lo peor. La contraposición reformista/revolucionario ya no tenía
nada que ver con la realidad desde hacía tiempo. La práctica de un partido
comunista europeo desde hace cincuenta años ¿es verdaderamente revolucionaria?
Como en la magia, las palabras no tienen ningún sentido: tienen poder. Un poder
inversamente proporcional a su sentido.
El espacio de racionalidad y sus límites
Estos tres ejemplos permiten ver el aspecto
racional y el aspecto irracional de la ideología. Muestran cómo ésta define un
espacio de racionalidad, un espacio en cuyo interior es posible explicar,
discutir, no estar de acuerdo, sin tener necesidad de matarse unos a
otros. Tal es la función positiva de la
ideología: permitir a los hombres discutir sin violencia.
Sí, ¡pero a qué precio! El que transgrede los
límites de este espacio, el que plantea las preguntas prohibidas, se consagra ipso facto a la violencia: a sufrirla o
a cometerla. Es que ha atentado contra lo que oculta toda ideología, es decir,
lo sagrado.
Esto se vio claramente en el hitlerismo. Dentro
del partido se podían discutir las posibles interpretaciones de la doctrina,
por ejemplo, sobre el papel de la mujer,
pero el espacio era terriblemente reducido. Lo mismo en el stalinismo: se podía
debatir durante años, en Pravda o en
cualquier otro medio, problemas de biología o de lingüística, con la condición
de referirse siempre a los textos sagrados del marxismo, considerados como
intangibles. Y finalmente César lo dijo
sin ambages: los defensores de la doctrina repudiada serían repudiados,
reducidos al silencio, a la deportación, a la muerte a veces. Pero la violencia
quedaba legitimada, y a la vez disimulada, por fórmulas seudorracionales como
“la ciencia proletaria”. En nuestra sociedad “liberal avanzada”, el espacio de
racionalidad es más vasto, pero sigue siendo limitado. Podemos discutir hasta
el cansancio sobre la producción y el consumo; pero basta preguntar si el
segundo no será más que gasto y la
primera pillaje[1] –pillaje del entorno, pillaje del Tercer
Mundo– para convertirse… en sacrílego.
En los dos primeros casos, el sacrilegio era reprimido por la violencia; en el
último, nos condena al silencio, es decir a la impotencia.
La ideología es, pues, la justificación más o
menos racional de un poder, el cual conserva un elemento sagrado que aquélla
tiene por objetivo disimular. La ideología es profana en cuanto define un
espacio de racionalidad que permite a los hombres coexistir, criticar,
cuestionar, sin destruirse. Pero es sagrada por el hecho de que ejerce su
violencia contra todos los que transgreden este espacio, los que emplean otras
fórmulas, los que plantean otras preguntas que las que ella autoriza. Y a la
vez legitima esta violencia bajo la apariencia de la razón.
[1] El autor realiza un juego fonético
intraducible: si la seconde n’est pas du
gaspillage et la première du pillage. [T.]
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