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Introducción de Lenguaje e Ideología. Olivier Reboul




Texto: Lenguaje e Ideología
Autor: Olivier Reboul

Título original: Langage et Idéologie
1980, Presses Universitaires de France, Paris

Traducción: Milton Schinca Prósper

1era edición en español
Fondo de Cultura Económica, México, 1986.




INTRODUCCIÓN I

¿QUÉ ES UNA IDEOLOGÍA?

Un código específico

No se habla como se quiere. Sobre nuestro lenguaje pesan ciertas coacciones  que, sin embargo, no son coacciones lingüísticas. Yo llamo coacciones lingüísticas a las que determinan nuestra pronunciación, nuestro vocabulario, nuestra sintaxis, y que no se pueden transgredir sin riesgo de ser mal comprendido. Pero hay otras que son de orden social y operan en el nivel de la lengua: no se le habla a un camarada  como se le habla a un superior; uno no se expresa en su dormitorio como en un congreso científico. Más genéricamente, no se escribe como se habla. Otras coacciones se refieren al estilo: no se escribe un poema igual que un informe administrativo ni que una novela. En fin, hay todavía coacciones más distantes de la lingüística en sentido estricto y que yo llamo ideologías.

Supongamos que un predicador se encaramara en el púlpito y gritara: “¡Camaradas!” Evidentemente chocaría. Tanto como un delegado sindical que dijera: “Hermanos míos” en una asamblea. En los dos casos habría transgresiones de un ritual, de un código, que no es propiamente lingüístico, pero que regula sin  embargo el habla. El discurso de un político de extrema derecha y el de un político de extrema izquierda; el discurso de un obispo y el de un masón pueden estar dichos en el mismo idioma, pero se encontrará en ellos un vocabulario diferente, giros y figuras disímiles; y aun si llegaran a expresar la misma cosa, la expresarían de modo diverso.

No se dice tampoco lo que se quiere. Una ideología determina no sólo nuestra manera de hablar, sino también el sentido de nuestras palabras. Términos como “libertad”, “fascismo”, “democracia”, “liberalismo” variarían su significación según la ideología de quienes los pronuncian. Significantes todavía más usuales, como “yo”, “nosotros”, “tener”, “es”, “contra”, “nuevo”, pueden igualmente variar de significación según el contexto. Y el contexto de que se trata es precisamente la ideología.

Por lo demás, ésta confiere a las palabras no sólo un sentido, sino también un poder. Poder de persuasión, de convocatoria, de consagración, de estigmatización, de rechazo. Pensemos en la fuerza de la preposición “de” en fórmulas como “el partido de los trabajadores”, “el presidente de todos los franceses”. El término crea literalmente un monopolio y lo impone. Afirma sin decirlo que el partido en cuestión es el único que representa a los trabajadores, que el candidato a la presidencia de la República es el único digno de representar a Francia. Y en los dos casos, los que piensan lo contrario serán rechazados. Poder de legitimación y de excomunión.

Mi propósito es estudiar el código específico que una ideología impone al lenguaje o, por decirlo mejor, el subcódigo que se superpone al código de la lengua. Para hacer esto, trataré primero de definir la ideología.


BREVE HISTORIA DEL TÉRMINO

La misma palabra “ideología” forma parte también del lenguaje ideológico, en el sentido de que está cargada de connotaciones y apunta a realidades muy diferentes según el punto de vista de quien la utilice. Después de reconstruir brevemente su historia trataré de determinar su sentido actual, por ambiguo que sea.

El término fue creado por el filósofo Destutt de Tracy en una memoria presentada al Instituto en 1796, y pronto conoció el éxito. “Ideología” significaba entonces una ciencia; más exactamente, el análisis científico de la facultad de pensar.  Se oponía a “metafísica” y a “psicología”. El término “no supone nada dudoso o desconocido”, decía Tracy; “no le recuerda al espíritu ninguna idea de causa” (Gouhier, 1973, p. 84). Así pues, al principio ideología era sinónimo de ciencia positiva del espíritu, y designaba exactamente lo contrario de lo que hoy entendemos por dicho término. Sin embargo, la palabra se hizo despectiva rápidamente, y de tres maneras, en tres sentidos diferentes. 

El sentido cesariano

Al parecer, fue Napoleón el primero en darle al término una connotación desdeñosa. Él veía en los “ideólogos” a doctrinarios abstractos, nebulosos, idealistas, y peligrosos (para el poder), por causa de su desconocimiento de los problemas concretos. Bourrienne, su secretario, informa:

Bonaparte recurría a menudo a la palabra ideólogo, con la que  trataba de poner en ridículo a hombres en los que creía entrever una tendencia hacia la perfectibilidad indefinida (Gouhier, pp. 85-86; véase también K. Mannheim, 1956, y Vadée, 1973).

Para los hombres de derecho y los administradores de todo género, los “ideólogos” son siempre los aguafiestas. La ideología no es para ellos más que una doctrina irrealista y sectaria, sin fundamento objetivo, y peligrosa para el orden constituido. Un  matiz, sin embargo: Napoleón oponía a la ideología el realismo y el pragmatismo del jefe militar y del jefe de Estado.  Nuestros modernos Césares la oponen más bien a la objetividad, a la neutralidad, sinónimo para ellos de verdad. Rechazan tanto las ideologías de derecha como las de izquierda, las clericales como las anticlericales. Pero el marxismo es para ellos el prototipo de la ideología en lo que ésta tiene de más detestable.




El sentido marxista

Marx mismo emplea el término en un sentido despectivo, que no se diferencia casi del de Napoleón. Así, en El Capital, habla de “una manera de ver abstracta e ideológica”; denuncia “al ideólogo del capital, el economista político” (ed. de 1965, pp. 916 y 1075). Pero en una obra anterior, La ideología alemana, Marx y Engels le daban al término una significación más precisa y más original:

Si en toda ideología, los hombres y sus relaciones aparecen situados cabeza abajo como en una cámara oscura, este fenómeno proviene de su existencia histórica, tal como la inversión de los objetos en la retina deriva de su existencia directamente física (ed. de 1975, p. 212).



La ilusión ideológica tiene, pues, la misma necesidad que un fenómeno óptico. ¿Ilusión de qué? Aquí interviene una nueva metáfora, tomada esta vez de la química. El pensamiento ideológico se cree autónomo, cuando en verdad está determinado por factores exteriores, por su “base material”, de la que él no es sino el “sublimado” (Sublimat):

Por esto, la moral, la religión, la metafísica y todo el resto de la ideología, así como las formas de conciencia que se corresponden con ellas, pierden toda apariencia de autonomía. No tienen historia, no tienen desarrollo. Son por el contrario los hombres quienes, al desarrollar su producción material y sus relaciones materiales, transforman esta realidad que les es propia, su pensamiento, y los productos de su pensamiento (p. 213; ed. de 1974, p. 51).

Se podría decir que la ideología es la expresión y la justificación teórica de lo que Marx llamará más tarde superestructura. Por otra parte, cuando afirma que las ideologías no tienen historia, piensa en una ideología que fuera siempre la misma, análoga al “inconsciente eterno” de Freud (cf. Althusser, 1978, p. 99 ss.). Las ideologías tienen una historia, pero no la suya; cambian, pero su cambio se explica por  sus bases materiales. Ahora bien, como todas las ideologías ignoran su dependencia con respecto a la historia concreta, tienden a creerse eternas.

¿Quiénes son exactamente los “ideólogos” que denuncia Marx? No son espíritus religiosos, sino críticos racionalistas de la religión, como Feuerbach. Según Marx, estos filósofos conservan sin saberlo algo de religioso. ¿Por qué? Porque también se creen autónomos, y piensan que es suficiente explicar la religión para suprimirla. Mientras nos limitemos a refutar a la religión refiriéndola a su “base temporal”, en rigor no habremos hecho nada. Es lo que dice la cuarta tesis sobre Feuerbach:

La religión sólo puede explicarse por el desgarramiento y la contradicción interna de esta base temporal. Primero es preciso comprender esta base en su contradicción, para transformarla en seguida en la práctica suprimiendo la contradicción (véase S. Kaufmann, 1973, p. 14).

En suma, la crítica filosófica está también condicionada por lo que critica, condicionada por el hecho de ser burguesa y alemana; y sobre todo por el hecho de que ella lo ignora. Al refutar a la religión, la filosofía se sitúa en el mismo plano que ella, el plano de la ideología. Un último conjunto de metáforas nos delata el carácter mecanicista de la explicación de Marx:

Se parte de hombres en su actividad real; a partir de su vida real se presenta también el desarrollo de los reflejos y de los ecos de esta vida real (E. 1975, p. 212).

En este momento, el marxismo mismo ¿no es acaso un “eco”, un “reflejo”, un “sublimado” del proceso material que está en su base? Pierde entonces toda  autonomía y no puede, como ninguna otra ideología, aspirar a la cientificidad. Ciertamente, los marxistas pretenden quebrar el círculo afirmando que su conocimiento de la ideología los libera; que su teoría, al apoyarse sobre la praxis y las luchas proletarias, marcha “en el sentido de la historia”; que el marxismo no es, pues, una ideología, sino el “socialismo científico”. Muchos marxistas razonan así (cf. Vadée, p. 74): toda producción intelectual, salvo la ciencia, es ideología. Por lo tanto, el marxismo es científico, pues no es una ideología. Yo intentaré demostrar que esta pretensión es el ejemplo perfecto del discurso ideológico.




En cuanto a la “base temporal”, la “actividad real” a partir de la cual Marx pretende explicar la ideología, ¿cómo la conoce él? Recordemos este párrafo de La cuestión judía, publicada en 1844:

Fijémonos en el judío real que anda por el mundo; no como hace Bauer en el judío sabático, sino en el judío  de todos los días.
No busquemos el misterio del judío en su religión; busquemos el misterio de su religión en el judío real.
¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés egoísta.
¿Cuál es el culto secular que el judío practica? La usura.
¿Cuál su dios secular? El dinero (Citado por Misrahi, 1972, p. 48) [Escritos de juventud de Carlos Marx, vol. 1 de las Obras Fundamentales de Marx y Engels. México. FCE, 1982. p. 485.]

Marx no volvió sobre esta descripción del “judío real”, pero ella nos muestra que lo que el materialismo histórico entiende por real puede ser ideológico en el peor sentido del término. Y que, como dice Karl Mannheim (p. 72), nada impide aplicar la crítica marxista de la ideología al marxismo mismo.

El sentido sociológico

 En suma, a la concepción cesariana, que considera como ideología toda doctrina peligrosa para el orden establecido, se opone la concepción marxista, que llama ideología, con los calificativos de “burguesa” o de “dominante”, a toda doctrina que propende a mantener el orden establecido.

En el siglo XX nació una tercera concepción, mucho más neutra, la de los sociólogos  del conocimiento, que consideran como ideología toda representación colectiva que  se puede estudiar desde fuera. Jacques Ellul resume bien su punto de vista común:

La ideología es un complejo de ideas y de creencias. No de ideas y/o creencias, sino de creencias que se relacionan con ciertas ideas. Ideas que vienen a nutrir a ciertas creencias (1973, p. 338).

La función de una ideología es la de servir de código implícito a una sociedad, un código que le permita expresar sus experiencias, justificar sus acciones y sus conflictos (como la guerra); en fin, darse un proyecto común. Es también el sentido que François Châtelet le otorga a este término (1978): una visión del mundo propia de una sociedad, de una cultura.

Esta última concepción es menos polémica y más objetiva. Pero el sentido sociológico sigue siendo peyorativo. Hacer de un pensamiento un objeto social es hacer de él un objeto y descalificarlo como pensamiento. Reducida a su función en la sociedad, por ejemplo a la de justificar o transformar el orden establecido, la ideología no puede ser sino tendenciosa y pierde toda credibilidad. Por otra parte, la sociología del pensamiento corre el riesgo de ilusionarse también y creer que su pensamiento escapa a lo que estudia, escapa a la ideología. 

He expuesto, pues, de un modo demasiado sumario por cierto,  y dejando de lado numerosos matices, tres concepciones de la ideología. ¿Hay que elegir entre ellas, o se puede encontrar un cierto consenso que permita definir la ideología?


LOS CINCO RASGOS DE LA IDEOLOGÍA


Demasiados autores hablan de “ideología” en singular, como si no hubiera más que una, y sin precisar de cuál hablan. Para ellos esto es evidente. Sin son de derecha, la ideología es “el totalitarismo”, que engloba a la vez el marxismo y el fascismo. Si son de izquierda, la ideología es el pensamiento burgués, ya sea fascista o liberal. En ambos casos, la ideología no es otra cosa, según la frase de Raymond Aron, que “la idea de mi adversario” (1936, p. 4).

Para escapar a este maniqueísmo, intentaré dar una definición de la ideología tan operante como sea posible.

El examen histórico nos ha mostrado que el término es siempre peyorativo, y es esto lo que lo distingue de sinónimos como “teoría” o “doctrina”. Se “profesa” una doctrina; pero se “denuncia” una ideología (cf. Reboul, 1977, pp. 37 y 65). Nadie dirá: “Tal es mi ideología”. Algunos partidos de izquierda, es cierto, hablan de sus “luchas ideológicas”, pero es que aquí el adjetivo es menos despreciativo que el sustantivo, como si “ideología” significara no lo que es ideológico, sino lo que no es más que ideológico. ¿Por qué?

Un pensamiento partidista

Una ideología es por definición partidista. Por el hecho de pertenecer a una comunidad limitada, es parcial en sus afirmaciones y polémica frente a las otras. Toda ideología se sitúa en un conflicto de ideologías. También en la ciencia surgen polémicas y conflictos, pero su finalidad no es la misma: una teoría científica combate por la verdad y debe inclinarse ante los hechos, o ante las teorías más conformes con los hechos. En cambio, una ideología combate para vencer; lo que significa que se impondrá, no sólo mediante razones y pruebas sino también mediante una cierta presión, que puede ir desde la seducción hasta la violencia, pasando por la censura y la ocultación de los hechos.

Un pensamiento colectivo

Una ideología es siempre colectiva. Y es esto lo que la distingue de la opinión o de la creencia, que pueden ser individuales. La ideología es un pensamiento anónimo, un discurso sin autor: es lo que todo el mundo cree sin que nadie lo piense. Es la razón de que, cuando se polemiza con un autor, se califica su pensamiento de ideología cuando se quiere subrayar que no es verdaderamente su pensamiento. Así,  no se hablará  de la “ideología” de Descartes, de Kant o de Marx. Se subrayará simplemente que estos autores están a veces condicionados, aun sin saberlo, por la ideología de su tiempo o de su medio. Esto se comprueba en las palabras-obsesiones de sus discursos, y más todavía en sus silencios, en lo no dicho que subyace a lo que dicen.

Descartes, por ejemplo, en su Tratado de las pasiones se jacta de explicar la afectividad a partir del cuerpo; pero no dice una sola palabra sobre la sexualidad. Aun cuando aborda las pasiones del amor, la única base orgánica que le asigna ¡es el tubo digestivo! El hipersexualismo obsesivo de tantos modernos corre el riesgo de parecer igualmente sospechoso.

Kant, en su Doctrina del derecho, funda el derecho sobre la distinción entre la “persona” y la “cosa”. El derecho originario es la posesión de cosas por las personas, así como la prohibición correlativa para el hombre de poseer a otro hombre, es decir, de reducirlo a cosa. Pero Kant no explica en absoluto cómo deduce, de este derecho originario, la propiedad privada; o dicho de otro modo, el derecho exclusivo de un individuo sobre una cosa, aunque sea en detrimento de los demás individuos. En su época, el derecho de propiedad derivaba de los derechos del hombre, sin que hubiera necesidad de decir cómo ni por qué.

Marx, tan experto en desbaratar las astucias y las falsas justificaciones del Estado burgués, no dice nada o casi nada sobre el papel del Estado después de la revolución proletaria. Parece ignorar esta cuestión, a pesar de que la historia ha demostrado que era sin embargo “la” cuestión.

En resumen, la ideología no es el pensamiento del individuo; es el hecho de que este pensamiento se sitúa en un “ya pensado”, que lo determina sin que él lo advierta. Es la revancha del “se” sobre el “yo”, del “se habla” sobre el “yo pienso”.

Un  pensamiento disimulador

Una ideología es necesariamente disimuladora. No sólo tiene  que enmascarar los hechos que la contradicen, o quitarle la razón  a las buenas razones de sus adversarios, sino que también, y sobre todo, debe ocultar su propia naturaleza. Si reconociese su esencia de ideología, se destruiría, como la luz suprime las tinieblas.  Por eso se hace pasar siempre por otra cosa que lo que es: por la ciencia, por el buen sentido, por las pruebas, por la moral, por los hechos…

Se puede pues recordar de Marx que la ideología es un pensamiento que se cree autónomo, cuando en verdad depende, aun sin saberlo, de factores anteriores, exteriores al pensamiento. La naturaleza de una ideología es la de disimular su naturaleza de ideología.

Un pensamiento racional

Y sin embargo, toda ideología se cree racional. Y es necesario tomar en serio esta pretensión, pues es ella, precisamente, la que distingue la ideología del mito, del dogma, de toda creencia religiosa o tradicional. Como escribió Gabriel Vahanian:

En tanto que crítica de las ideas recibidas, la ideología está armada de una intención única. Apunta esencialmente a reintegrar al hombre al interior de los únicos espacios que el saber puede asignarle […]. Desde Feuerbach, la ideología empieza por hacer vacilar a Dios en el hombre, reemplazando la teología por la antropología (1976, p. 52).

Es muy posible que ciertas formas de pensamiento, en la China antigua o en la Grecia clásica, fuesen ideologías. En todo caso lo fueron por su aspiración a la racionalidad. Pero yo pienso que la ideología es una realidad moderna. Resulta significativo que el racismo como ideología haya aparecido a fines del siglo XVIII con el nacimiento de la biología científica, y que se haya desarrollado con ésta y gracias a ésta. Hasta entonces, el racismo se basaba en mitos o dogmas religiosos, como el del judío “deicida”. El racismo moderno, por el contrario, pretende apoyarse sobre la historia natural y sobre la genética; cuando afirma la inferioridad o incluso la nocividad de ciertas “razas”, lo hace en nombre de la ciencia.








Dicho de otro modo, una ideología pretende ser crítica. Cuando refuta a sus adversarios, lo hace mediante argumentos racionales, al menos en apariencia. Y cuando recurre al argumento de autoridad, es porque considera a la autoridad en cuestión como científica, o razonable, o conforme a lo real. La más dogmática de las ideologías no admitirá jamás su dogmatismo. Disimula así, por su racionalidad, su carácter esencial. ¿Cuál? 

Un pensamiento al servicio del poder

Recordemos la célebre fórmula de Marx: “Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes” (E. 1975, p. 238). Aun si se rechaza la lucha de clases, la primacía de lo económico, la existencia en cada época de una ideología dominante, hay que admitir, aunque no se sea marxista, que Marx ha puesto el dedo en la llaga en un punto esencial: la relación entre la idea y la “dominación”, que es lo propio de toda ideología. Lo que distingue a ésta de la ciencia, del arte, lo que hace de la ideología algo muy diferente de una simple visión del mundo, es que está siempre al servicio del poder, y su función es la de justificar su ejercicio y legitimar su existencia.

Naturalmente, el poder del que se trata es colectivo, es el que ejerce un grupo social sobre otro, como se ve muy bien en las expresiones ideología de clase, ideología racista, nacionalista, etc. Por otra parte, el servicio que le presta la ideología al poder es específico. El poder puede utilizar a la ciencia, por ejemplo para la guerra o para la propaganda, pero no la utiliza para legitimarse. O si lo hace, ese poder es ya ideología. En este sentido, la ideología es siempre el pensamiento al servicio de un poder.



LA DISIMULACIÓN DE LO SAGRADO


Los diversos tipos de ideología

Éste último rasgo me parece esencial. Es el que condiciona todos los otros y el que explica que la palabra “ideología” sea despectiva. De una manera más o menos explícita, evoca un pensamiento que pretende enseñarnos cuando en realidad nos adoctrina, que trata de convencernos con el único fin de enrolarnos.

¿Qué se entiende por “poder”? Toda dominación durable del hombre sobre el hombre, que se apoya, ya sea sobre la fuerza, ya sea sobre la legitimidad, lo que le permite hacerse obedecer sin tener que imponerse violentamente a cada paso. El poder no es singular más que en apariencia: “Su número es legión”, como dijo Roland Barthes siguiendo el Evangelio. Y puede adoptar las formas más diversas: política, militar, económica, eclesiástica, industrial, burocrática, tecnocrática, docente, etcétera.

Precisamente por el hecho de que la sociedad abarca varios poderes, se enfrentan en ella diversas ideologías. A este respecto, la definición de Jean Baechler (1976, p. 23): “La ideología es un discurso ligado a la acción política”, me parece demasiado estrecha, puesto que reduce el poder a su aspecto más manifiesto; cuando en realidad se puede admitir, por ejemplo, la existencia de una ideología médica, que sirve para legitimar el poder específico de los médicos. En cuanto al principio marxista de la “ideología dominante”, también él es una ocultación ideológica de la realidad. En Francia, por ejemplo, a la ideología de  los medios gobernantes se oponen las ideologías de izquierda: las de los partidos, de los sindicatos, de la intelligentsia, etc. Aun en el seno de las instituciones autoritarias y estructuradas, como la educación nacional o la Iglesia Romana, asistimos a conflictos de ideologías. 





Por otra parte, el poder al que sirve la ideología puede no ser el poder establecido. Puede ser también un poder que se intenta tomar, o recuperar. Puede ser igualmente una dominación  implícita, poco codificada, como la del hombre sobre la mujer, la del adulto sobre el niño, la del colonizador sobre el colonizado. A partir de aquí, yo distinguiría tres tipos de ideologías:

1. Las ideologías difusas. Son las constituidas por un complejo de creencias ampliamente extendidas, y sirven para justificar el poder en vigencia. Existe una ideología difusa de los burócratas, de los militares, de los médicos, de los docentes, así como también existe una de los políticos que mantienen el orden establecido. Estas ideologías son inconscientes y no se expresan más que cuando se ven cuestionadas. Por ello resulta difícil analizarlas.

2. Las ideologías sectarias. Propias de tal o cual minoría, que aspira a tomar el poder, se hallan en abierto conflicto con la ideología difusa, con las “ideas recibidas”. Mientras que la ideología difusa justifica la inmovilidad, consagra el estado de hecho como “natural” o “inevitable”, la ideología sectaria desprecia lo que está  y predica el cambio. Y esto es así tanto para ideologías reaccionarias como revolucionarias. Por otra parte, como están constantemente sometidas a la contradicción, estas ideologías son explícitas, y en general bastante estructuradas. Es, pues, fácil identificarlas. Ellas mismas tratan de manifestarse, pero no como ideologías; se llaman a sí mismas “doctrinas”, “sistemas”, “pensamientos”, etc. El hitlerismo, la ideología sectaria por excelencia, se definía como una Weltanschauung; sus cursos de adoctrinamiento se llamaban weltanschauliche Schulung (“instrucción para una visión del mundo”). En su vocabulario, el término “ideología” seguía siendo peyorativo; el diccionario De r neue  Brockhaus, en su edición de 1941 (Leipzig), definía así al ideólogo: “Pensador político idealista y soñador”, y a la ideología: “Pura teoría, ficción”  (Unwirklichkeit).





3. Los segmentos ideológicos, o ideologías segmentarias. Entiendo por tales los complejos de creencias que se encuentran dentro de ideologías muy diferentes (difusas o sectarias). Por ejemplo, el nacionalismo, el racismo, el clericalismo, el sexismo. El clericalismo existe en diversas religiones. Los argumentos de los diferentes nacionalismos son idénticos, así como idéntico su vocabulario; sólo cambian los nombres propios. También en este tercer sentido, la ideología sigue estando al servicio de un poder, aun cuando dicho poder esté poco institucionalizado. El nacionalismo afirma el poder de una nación sobre otra, o contra otra, el sexismo, el poder de los hombres sobre las mujeres; y en cuanto al racismo, ha servido para justificar la esclavitud, la colonización, la explotación, el exterminio.








Emplearé de ahora en adelante la palabra “ideología” para designar una u otra de estas tres especies, que suelen confundirse con frecuencia. El maoísmo, sectario en Europa, parece haberse convertido en una ideología difusa en China. El antisemitismo, segmentario en la Alemania anterior a Hitler, se vuelve con éste una ideología sectaria, etcétera.

La legitimación por lo sagrado

Queda por precisar la relación de los cuatro primeros rasgos de la ideología con el quinto, la justificación del poder.

De hecho, todo poder debe legitimarse para durar más allá del golpe de fuerza o de la ocasión que le dio origen: “El más fuerte no es jamás tan fuerte como para seguir siendo el amo si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber”, escribió Rousseau al comienzo del Contrato social. La ideología es precisamente lo que transforma la posesión en propiedad, la dominación de hecho en autoridad de derecho, la que asegura la obediencia permanente sin recurrir a la coerción física. Es, pues, anónima, dado que traduce o pretende traducir el consentimiento de todos. Y es normal que sea polémica, puesto que todo poder se ejerce contra uno u otros poderes que lo amenazan o cuestionan.

Esa legitimación del poder puede ser de diferentes tipos, no todos ideológicos. Para que sea legitimación ideológica, es preciso que sea a la vez disimuladora y racional, disimuladora por su racionalidad.

Para ilustrar esto, tomaré dos casos extremos de legitimación que aparecieron sucesivamente en la historia de Francia.

El Antiguo Régimen se legitimaba de una manera no ideológica, sino religiosa. Se me objetará que ciertos pensadores, bastante antes de 1789, daban una justificación racional del poder.  Incluso se ha podido escribir que desde el siglo XVI se asiste a “la génesis del Estado laico” (Mairet, 1978), en el sentido de puramente profano. En efecto, pensadores políticos como Maquiavelo, Grocio, Hobbes, Locke ya no invocaban a Dios como fundamento de la soberanía. El poder del Estado llevaba en sí su propia justificación. Los valores que él se proponía defender no eran religiosos, como la salvación o el bien común, sino profanos: el orden, la vida, la libertad, la propiedad. La ley ya no transcendía al príncipe sino que dependía de su voluntad; en él residía el principio del poder, y no en Dios.

Sin embargo, las teorías que anticipan la ideología ulterior son las de los filósofos del Antiguo Régimen, pero no las del Antiguo Régimen. Los monarcas de entonces casi no valoraban las justificaciones que estos filósofos hacían de su soberanía. Es significativo que Hobbes, teórico del poder absoluto, fuera muy mal visto por los príncipes, que le reprochaban socavar los fundamentos religiosos de su poder. Significativa también la manera como los Borbones, exiliados por la Revolución, justificaban su legitimidad: por una parte, por el derecho divino; por la otra, por la antigüedad de su linaje (cf. P. Bastid, 1968).







El poder bajo el Antiguo Régimen se justificaba abiertamente por lo sagrado. El rey lo era “por derecho divino”, “llamado por la Providencia”, “representante de Dios en su reino”, “rey por la gracia de Dios”. Este carácter es místico bajo dos aspectos. Primero, el monarca debía su título a la filiación, a la “sangre”. Pero este título debía ser autenticado por la consagración, ceremonia que comprendía la proclamación, la unción con los santos óleos, la coronación, la entronización, el juramento de los señores, todo lo cual confirma el carácter sagrado del rey y la índole sobrenatural de su poder.

Por todo ello, el poder bajo el Antiguo Régimen era ostentador. Se afirmaba y se mantenía mediante signos que apuntaban directamente a la imaginación: el trono, la corona, los ornamentos, el cetro, la etiqueta de la corte, etc. Y esto es así no sólo en el caso del poder real, sino también en el de los jueces, los médicos, los universitarios, poder del cual Pascal decía que se relaciona menos con la competencia profesional que con el hábito (en mimeógrafo, p. 366; cf. J. de Malafosse, 1968, y A. Cuvillier, 1950). 

La legitimación ideológica

En nuestros días, el poder es apenas ostensible. Los médicos, los profesores, los jueces (salvo en Estados Unidos) no tienen necesidad de toga y birrete para “imponerse”. El ejército anda en traje de faena y el propio César lleva ropa sport, si no es que sweater o cuello Mao… El discurso que legitima el poder es sobre todo de orden  racional. Se justifica ya sea por el consenso de los ciudadanos, ya por la función que asume y los servicios que presta. Los actos del príncipe ya no están dictados por su capricho, sino por la necesidad. Aun cuando se trate de un dictador, el hombre en el poder no se designa como tal, sino como “guía” (Duce, Führer), o como “gran timonel”. Hoy, ya no se hace la guerra “por el rey”, se la hace “por el derecho”. En suma, el poder moderno quiere ser racional, y todo su discurso procura demostrar que lo es.

Su discurso es la ideología. Y ese discurso, en efecto, justifica el poder de manera racional, por el consenso o la necesidad, disimulando lo que el poder comporta de esencial: el hecho de que él sigue siendo sagrado para los que lo ejercen, que lo debe ser para los que lo sufren, y que supone una amenaza de violencia para los que lo rechazan.

Debemos entendernos sobre el alcance de la palabra “sagrado”, que puede adoptar sentidos diversos según las culturas, y aun en nuestra propia cultura. Puede designar una divinidad, pero también el orden establecido, la vida, la nación, la ley, la moral, la libertad, la dignidad humana, la belleza, la verdad, el derecho… Sin embargo, siempre esto será lo sagrado: lo que el hombre no puede disponer por sí, no puede disfrutar, no puede destruir. En definitiva, lo que no puede ni tocar, ni conocer, ni nombrar. Lo sagrado es el Ganz Andere, el Totalmente Otro. Transgredir lo sagrado es violencia; el acto violento por excelencia, el sacrilegio. En cambio, lo sagrado engendra una cierta violencia, como la guerra santa, las bacanales, la antropofagia, y más genéricamente el sacrificio; pero esta violencia no es percibida como tal, precisamente porque está legitimada por lo sagrado de donde procede.

Los valores enumerados, desde el orden hasta el derecho, siguen siendo sagrados. Transgredirlos se considera sacrilegio. No disponemos de ellos, sino que ellos disponen de nosotros. Se muere por ellos, se mata por ellos. La guerra por la nación o por el derecho es un holocausto como no lo han conocido jamás las religiones “primitivas”.

El poder, bajo su forma más moderna, más racional, sigue siendo sagrado porque perpetúa, amplificándolos, los dos rasgos en los cuales se reconoce lo sagrado: el sacrilegio y el sacrificio. Por un lado, califica de violencia –“crimen”, “sabotaje”, “atentado”, “terrorismo”, etc.–  todo lo que lo amenaza o simplemente lo cuestiona. Por el otro, se arroga el derecho de regir la vida de los hombres, finalmente de sacrificarla. El poder sigue siendo sagrado, pero no lo dice. Dice otra cosa. Desmiente su objetivo básico con un discurso racional cuyo papel es el de legitimarlo por otra vía. La ideología es la disimulación de lo sagrado.








UN ESPACIO DE RACIONALIDAD


Comprender la ideología es, pues, comprender la relación ambigua entre su forma, que es racional, y su contenido, que no lo es. Esta relación está lejos de ser clara: “Es fácil comprobar, escribe André Glucksmann, que la palanca de las ideologías tiene un punto de apoyo: el poder del Estado” (1977, p. 123). No, no es posible conformarse con estas “comprobaciones” tan terminantes. Primero, existen otros poderes aparte del del Estado. Por lo demás, si la ideología se apoya sobre un poder, también ella es un poder, puesto que “transforma la fuerza en derecho y la obediencia en deber”. La ideología tiene el poder específico de calificar de sacrilegio todo lo que atenta contra el poder, y de legitimar como sacrificio la obediencia al poder, aunque ésta deba llegar hasta la muerte. La ideología mantiene lo sagrado disimulándolo. Lo demostraré analizando el contenido de  ciertas fórmulas, en apariencia triviales, pero profundamente ideológicas en realidad.

La defensa del mundo libre

Supongamos que un político “liberal” nos planteara la cuestión siguiente: “¿Usted no piensa que la defensa del mundo libre exige un importante poder atómico de disuasión?” Por supuesto que nosotros podemos responderle sí o no; también somos libres de responderle a nuestro interlocutor que los créditos consagrados a ese poder de disuasión estarían mejor empleados si los destináramos a elevar el nivel de vida de los pueblos del mundo libre, haciéndolo por lo mismo más atrayente.

Sin embargo, sea cual fuere nuestra respuesta, algo quedó sin cuestionar en la pregunta: el presupuesto de que existe un “mundo libre” amenazado por otro mundo que no lo es (cf. O. Ducrot, 1972, y R. Robin , 1973, p. 27). Esta oposición maniquea entre una zona de luz y una zona de tinieblas es precisamente lo sagrado que se disimula bajo la forma racional de la pregunta. La pregunta abrió un cierto diálogo, pero un diálogo cuyo campo estaba  limitado por la fórmula mágica: “la defensa del mundo libre”. Supongamos, en efecto, que en lugar de responder sí o no, yo replico: “Pero vuestro mundo libre no es tal”. En ese caso quebranto las leyes del juego, rompo el diálogo. No queda otra cosa que el silencio o la violencia, siendo el silencio en este caso una forma de violencia.

Los árboles matan

Hace algunos años, el prefecto de un departamento francés decidió cortar todos los árboles que se encontraban al borde de las carreteras sobre la base de un informe técnico que se resumía en la fórmula: “Los árboles matan”, fórmula en apariencia racional. Por lo pronto, se fundaba sobre estadísticas impresionantes de accidentes automovilísticos causados por los árboles. Ciertamente se podían discutir las implicaciones de esta fórmula; hacer notar, por ejemplo, que era posible salvar los árboles protegiéndolos con paneles flexibles o aun transplantándolos para ampliar las carreteras.

Pero lo que quedó fuera de duda fue la forma misma de la frase, su estructura sintáctica, que la hacía tramposa. En lugar de hacer del árbol un complemento agente (“por”) o de circunstancia (“contra”), se lo erigió en sujeto, vale decir en culpable de accidentes mortales. Esta sintaxis no es inocente, pues bloquea el pensamiento y le impide plantearse ciertas preguntas: ¿No es acaso el automovilista el que “se mata” por exceso de velocidad? Nótese que, cayendo yo también  en la trampa de la fórmula, escribí: “Accidentes…  causados por los árboles.” Y es que la frase del prefecto disimula una cierta sacralidad.

¿Qué sacralidad? La vida humana, ¡por cierto más preciosa que el árbol! Pero en realidad se trata de otra cosa, pues después de todo, la vida humana no es separable de su entorno, de su calidad;  y encerrar a los hombres en un universo de asfalto, de cemento, de ruidos de motores y de tubos de escape es atentar contra su vida. Dicho de otro modo: matar los árboles es como matar a los hombres. Lo sagrado que esconde esta fórmula no es el hombre, sino el automóvil. O más propiamente, el poder conjunto de los industriales y de los tecnócratas, para quienes el ser humano no resulta ser más que un instrumento al servicio de la producción y del consumo.

“Los árboles matan” pertenece totalmente a un tipo de discurso tecnocrático, inserto en una red de fórmulas como “la expansión económica”, “la modernización”, la necesidad “de crear empleos”. Reproduzco a título de ejemplo esta declaración que me hizo un economista con su auto detenido delante de una zona de peatones: “¡Es escandaloso que en Francia, donde el automóvil es una de las pocas industrias que generan empleos, no se haga nada por facilitar la circulación”!  No me atreví a preguntarle qué entendía por “facilitar”.

La palabra Revolución

Mi hermano Eugenio decía que el papel decisivo para poner en vereda a los intelectuales no lo desempeñó el miedo ni la corrupción (aunque ni el uno ni la otra faltaron), sino la palabra Revolución, a la que no se quiso renunciar a ningún precio.  Esta palabra está provista de una fuerza tan grandiosa, que no se comprende por qué nuestros amos tuvieron  necesidad de cárceles y de ejecuciones masivas (N. Mandesltam, Contre tout espoir, F. Châtelet, 1978, T. III, p. 372).

Este texto de una víctima del stalinismo nos muestra una vez más el poder de las palabras, poder más real que el del miedo y el de la corrupción. Aquí todavía “revolución” se inscribe en una red semántica con sus términos asociados, “lucha de clases”, “dictadura del proletariado”, “patria del socialismo”, y sus antónimos, “reacción”, “reformismo”, “fascismo”, etc. Desacomodar por poco que sea esta red no es solamente arriesgarse a la deportación y a la muerte, sino volverse atrás, convertirse ante uno mismo en traidor y canalla. Las palabras tienen un poder interior más fuerte que el de las armas, por ser más duradero.










Ahora bien, las palabras pretenden ser racionales, y porque podemos darle un contenido, nos permiten explicar muchos hechos y hacen posible la discusión y la crítica: “¿Esta medida es revolucionaria o reformista?” Son también –y todo el problema reside en comprender este “también”–  palabras cuya transgresión acarrea no solamente la represión física, sino la culpabilidad, la vergüenza del sacrilegio. Por ejemplo, en el vocabulario staliniano, ser reformista era lo peor. La contraposición reformista/revolucionario ya no tenía nada que ver con la realidad desde hacía tiempo. La práctica de un partido comunista europeo desde hace cincuenta años ¿es verdaderamente revolucionaria? Como en la magia, las palabras no tienen ningún sentido: tienen poder. Un poder inversamente proporcional a su sentido.






El espacio de racionalidad y sus límites

Estos tres ejemplos permiten ver el aspecto racional y el aspecto irracional de la ideología. Muestran cómo ésta define un espacio de racionalidad, un espacio en cuyo interior es posible explicar, discutir, no estar de acuerdo, sin tener necesidad de matarse unos a otros.  Tal es la función positiva de la ideología: permitir a los hombres discutir sin violencia.

Sí, ¡pero a qué precio! El que transgrede los límites de este espacio, el que plantea las preguntas prohibidas, se consagra ipso facto a la violencia: a sufrirla o a cometerla. Es que ha atentado contra lo que oculta toda ideología, es decir, lo sagrado.





Esto se vio claramente en el hitlerismo. Dentro del partido se podían discutir las posibles interpretaciones de la doctrina, por ejemplo, sobre el papel de  la mujer, pero el espacio era terriblemente reducido. Lo mismo en el stalinismo: se podía debatir durante años, en Pravda o en cualquier otro medio, problemas de biología o de lingüística, con la condición de referirse siempre a los textos sagrados del marxismo, considerados como intangibles.  Y finalmente César lo dijo sin ambages: los defensores de la doctrina repudiada serían repudiados, reducidos al silencio, a la deportación, a la muerte a veces. Pero la violencia quedaba legitimada, y a la vez disimulada, por fórmulas seudorracionales como “la ciencia proletaria”. En nuestra sociedad “liberal avanzada”, el espacio de racionalidad es más vasto, pero sigue siendo limitado. Podemos discutir hasta el cansancio sobre la producción y el consumo; pero basta preguntar si el segundo  no será más que gasto y la primera pillaje[1]  –pillaje del entorno, pillaje del Tercer Mundo–  para convertirse… en sacrílego. En los dos primeros casos, el sacrilegio era reprimido por la violencia; en el último, nos condena al silencio, es decir a la impotencia.






La ideología es, pues, la justificación más o menos racional de un poder, el cual conserva un elemento sagrado que aquélla tiene por objetivo disimular. La ideología es profana en cuanto define un espacio de racionalidad que permite a los hombres coexistir, criticar, cuestionar, sin destruirse. Pero es sagrada por el hecho de que ejerce su violencia contra todos los que transgreden este espacio, los que emplean otras fórmulas, los que plantean otras preguntas que las que ella autoriza. Y a la vez legitima esta violencia bajo la apariencia de la razón.       


[1] El autor realiza un juego fonético intraducible: si la seconde n’est pas du gaspillage et la première du pillage. [T.]



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